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Era su nombre Betsy y era de Ohio.
                                                       
Un día,
En que al azar vagaba por mi ruta sombría,
Los dos nos encontramos.  Y la quise por bella;
Después amé su alma, porque mi alma en ella
Vio una luz casta y blanca, vio piedad y ternura.

Jirón azul de cielo rompió mi noche oscura,
Y la luz de una estrella de fulgores risueños,
Hizo abrir la dormida floración de mis sueños.

¿Qué fuerza misteriosa la puso en mi camino?...
¿Fue una intuición secreta quizá de mi destino
La que a la senda suya llevó mi errante paso?
¿Fue casual ese encuentro?... ¿Fue presentido
acaso?
No lo sé... ni me importa.

                                                 
De raza puritana,
De aquella raza austera que a la costa britana,
Buscando hogar y patria, dijo adiós sin tristeza;
De los lagos del Norte rubia flor de belleza;
Los libros y la música su amada compañía,
Y esquiva a los arranques de ruidosa alegría;
Su flor dilecta, el lirio; mística en sus anhelos,
 -Palomas que sus alas tendían a los cielos;-
En contraste sus hábitos y su elación divina
Con todos los impulsos de mi raza latina;
De regiones distantes dos solitarias palmas,
¿Qué fuerza misteriosa juntó nuestras dos almas?
De su idioma, al principio, pocas frases sabía,
Mas mezclando palabras de su lengua y la mía,
Con versos que copiaba de antiguo Florilegio,
Y dísticos de Byron que aprendí en el Colegio,
Le dije muchas cosas... muchas, en el balneario
Donde por vez primera la vi.
                                              (Del solitario
Poeta fue la Musa desde entonces).

                                      Su gracia
Y atractiva belleza; su aire de aristocracia;
Su cabellera blonda, de un rubio veneciano,
Y su perfil de antiguo camafeo romano;
Sus ojos pensativos y de mirar risueño
Donde flotaba a veces el azul de un ensueño;
Sus mejillas rosadas como un durazno; el breve;
Esbelto busto, en donde tuvo vida la nieve;
Sus veinte años... ¡Qué hermosa primavera florida!
¡Todo en ella era un himno que cantaba la vida!
En bailes, en paseos, en la playa...  doquiera
De todos los galanes la preferida era.

Con su traje de lino, con su blanca sombrilla,
Con sus zapatos grises de reluciente hebilla,
Y el sombrero de paja con una cinta angosta,
Nunca se vio más bella mujer en esa costa.

Quiso aprender mi lengua: cambiábamos lecciones,
Y así fueron frecuentes nuestras conversaciones;
Hasta que al fin un día-mi alma de ella esclava,
-Le dije que era bella... muy bella y que la amaba.

Pasado ya el verano, adiós al mar dijimos,
Y en tren, expreso, todos a la ciudad volvimos.
Rodaban... y rodaban las hojas, desprendidas
En raudos torbellinos, por parques y avenidas;
Del ábrego se oían los resoplidos roncos,
Y entre brumas se alzaban casi escuetos  los troncos;
En las calles formaba la lluvia barrizales
Y eran soplos de invierno las brisas otoñales.
Rodaban... y rodaban las hojas. De ceniza
Parecía el crepúsculo con su niebla plomiza,
Y alzábase doliente la luna, en la gris y ancha
Lámina de los cielos, como amarilla mancha.

Con sombrero de plumas, sobretodo entallado,
Y traje azul oscuro, su rostro sonrosado
Era una nota viva y alegre, era un celaje
En la helada y sombría tristeza del paisaje.

«¡Qué triste es el otoño... qué triste!» me decía;
«Todo se está muriendo... todo está en la agonía,
Mas nuestro amor...»:

                                             
(De pronto cayó. Vivos sonrojos
La hicieron al instante bajar los castos ojos).
«También!» dije riendo, «cual todo lo que vuela».
Y reía... reía como alegre chicuela,
Porque su claro instinto de mujer le decía
Que la amaba y que nunca mi pasión moriría.

En bailes, en conciertos, en salones... doquiera

De todos los galanes la preferida era,
Y aunque su amor, a veces, riendo me negaba,
También reía, porque... sabía que me amaba.
Una tarde de invierno, cuando como un sudario
La nieve en albos copos, el parque solitario
Y las calles desiertas cubría; cuando el cielo
Era blanca mortaja; cuando espectros en duelo
Parecían los árboles quemados por el frío,
En un diván sentados, en el salón sombrío,
Junto a la chimenea que con su alegre y clara
Luz daba un vago tinte sonrosado a su cara,
Enjugando una lágrima silenciosa y furtiva,
«Me siento enferma y triste», me dijo pensativa.

Los aullidos del viento vibraban en la sombra...
Y se alejó. Y el roce de su traje en la alfombra
Me arrancó de mis sueños. Incliné la cabeza,
Y solo, y en silencio, quedé con mi tristeza.
Pasó el invierno.
                                     
El cielo fue todo resplandores;
El bosque, lira inmensa, y el campo, todo flores.
Y una tarde, su alcoba, después de muchos días,
Dejó por vez primera la enferma.
                                               
¡Oh, las sombrías
Noches en vela, noches de indecible martirio,
Noches interminables de fiebre y de delirio,
Cuando todos, henchidos de lágrimas los ojos,
Su vida amada al cielo pedíamos de hinojos,
Mientras que en el silencio de esa calma profunda
Se oía, delirando, su voz de moribunda!

Abierta la ventana que daba al parque, en ondas
De fragancia entró el aura susurrando.  Las frondas
De las viejas encinas sus más gratos rumores
Dieron en el crepúsculo.  Fue el triunfo de las flores
Sobre el verde sombrío de los boscajes.  Era
Una tarde rosada, tarde de primavera.

Envuelta en amplia bata de rojo terciopelo,
Suelta la cabellera, como un dorado velo,
Y en la pálida boca, pálida flor sin vida,
Una sonrisa casta, como estrella dormida,
Tendiéndome la mano, pero baja la frente,
Y esquivando los ojos, avanzó lentamente.

Unidas nuestras manos, a mi lado sentada,
Y un instante en mi hombro su frente reclinada,
Quedamos en silencio...

                                                   
¡Cuántas veces, de noche,
Lloroso, y en los labios el blasfemo reproche,
Desde ese mismo sitio sus quejidos oía,
Los ahogados quejidos de su larga agonía!
¡Cuántas veces a solas, cerca de esa ventana,
Me sorprendió sin sueño la luz de la mañana,
Mientras que de la Muerte, furtiva y en acecho,
Oíanse los pasos en torno de su lecho!...
De pronto alzó los ojos, llenos de honda dulzura,
Donde brillaba siempre su alma blanca y pura,
Y con su voz de arrullo, voz de celeste encanto,
-«Sé que lloraste... Gracias», me dijo, y rompió en llanto.

Por la abierta ventana soplos primaverales
La fragancia traían de los verdes rosales.

Luego al parque salimos.
                                                     
Su palidez de cera;
Sus pasos vacilantes al bajar la escalera,
Al andar, su cansancio; los círculos violados
En torno de las claras pupilas; los holgados
Pliegues de su vestido; la enfermiza blancura
De las manos; los dedos, en donde con holgura
Los anillos giraban; la tos, triste presagio
De que estaba marcada para el final naufragio
En la roca sombría de la Muerte; la lenta,
Triste voz; la dulzura de la faz macilenta,
Sus ahogados suspiros, plegarias de su anhelo,
-Plegarias sin palabras para un remoto cielo,-
Su laxitud... ¡Cuán pura, cuán ideal belleza,
Allí mis ojos vieron con su halo de tristeza!...
Y como presintiendo su eterna despedida
En ese dulce instante reconcentré mi vida
Y fue mi amor más grande, fue más intenso y fuerte
Al pensar que muy pronto sería de la Muerte!

Era música el vago rumor de la arboleda,
Y seguimos callados por la oscura alameda.

Al verla se agitaron en sus tallos las rosas;
Más aromas regaron las auras bulliciosas;
Entre arbustos tupidos y fragantes macetas
Asomaron sus ojos azules las violetas;
Todas las campanillas en el verde boscaje
Como que repicaron al ver su rojo traje;
Los pájaros miraban a la convaleciente,
Del parque solitario tantos días ausente;
Se oyeron en las frondas cual vagos cuchicheos,
Y al fin la alada orquesta preludió sus gorjeos
Los cisnes, como góndolas de alba plata bruñida
Enarcaron sus cuellos en el agua dormida
Y del sol a los tibios fulgures vesperales;
Destellaron las colas de los pavos reales.

«La vida es la tristeza», me dijo. «¡Todo anhelo
Del presente, mañana será amargura y duelo;
La vida es desencanto. Feliz creíme un día,
Y ya ves, cuan traidora la suerte y cuan impía!
Como flor, en mi pecho, se abría la Esperanza,
Y ya la desventura por mi camino avanza.
Lentamente mi vida se extingue. Triste, enferma,
¿A qué traer tus sueños a la sombría y yerma
Soledad de mi alma? ¿Para qué tu alegría
Trocar en amargura con mi lenta agonía?
Del árbol de la Vida fui pálido retoño,
Y me iré con las hojas marchitas del otoño;
Para toda esperanza ya soy despojo inerte...
Tú vas para la Vida... ¡yo voy hacia la Muerte!»

«Tus temores», le dije, «son de niña mimada;
Tú todo lo exageras...»

                                                   
En mi brazo apoyada
El parque abandonamos, y al subir la escalera
Parecía un crepúsculo su rubia cabellera.

Un día, para Ohio, tomó el tren.,.., ¡triste día!
Y alzando la vidriera, cuando el tren ya partía
De la Estación, me dijo:
                                             
«Te escribiré primero,
Pero escribe. Hasta pronto...  No olvides que te espero».
Y después.... en sus cartas decía:
                                                         
«Si vinieras,
¡Qué sorpresa la tuya! ¡Qué cambio...! ¡Si me vieras!
Las brisas de mi lago fueron auras de vida.
Razón tuviste. Ha vuelto la esperanza perdida.
Recuerdas? Tú decías: todo eso pronto pasa,
Y es verdad.  La alegría de nuevo está en mi casa.
Soy otra.... y soy la misma: tú entiendes.  Frescas rosas
Se abren en mis mejillas, que eran dos tuberosas.
(Bien sé que de esta frase burla harás con tu flema,
Mas no importa.  No es mía: la copié de un poema).
Hoy río, canto y juego como chiquilla. El piano,
Cerrado tanto tiempo, ya al roce de mi mano
Es música perenne.  Las viejas Melodías
¡Cómo evocan recuerdos de venturosos días!
Soy otra.... habrás de verlo.  Pasaron mis congojas,
¡Y creí que me iría con las marchitas hojas!».
Sueños de un alma casta... ¡Visión desvanecida!
Creyó en la Vida ... ¡Y pronto la traicionó la Vida!

Para siempre descansa del rigor de la suerte,
Con su velo de novia tejido por la Muerte,
Con todas sus quimeras, con todos sus anhelos,
Junto al nativo lago... bajo brumosos cielos.
Mi vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy un perdido -soy un marihuano-
a beber -a danzar al son de mi canción...

Ciñe el tirso oloroso, tañe el jocundo címbalo.
Una bacante loca y un sátiro afrentoso
conjuntan en mi sangre su frenesí amoroso.
Atenas brilla, piensa y esculpe Praxiteles,
y la gracia encadena con rosas la pasión.
¡Ah de la vida parva, que no nos da sus mieles
sino con cierto ritmo y en cierta proporción!
¡Danzad al soplo de Dionisos que embriaga el corazón!

La Muerte viene, todo será polvo
bajo su imperio: ¡polvo de Pericles,
polvo de Codro, polvo de Cimón!

Mi vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy un perdido -soy un marihuano-
a beber -a danzar al son de mi canción...

De Hispania fructuosa, de Galia deleitable,
de Numidia ardorosa, y de toda la rosa
de los vientos que beben las águilas romanas,
venid, puras doncellas y ávidas cortesanas.
Danzad en delitosos, lúbricos episodios,
con los esclavos nubios, con los marinos rodios.

Flaminio, de cabellos de amaranto,
busca para Heliogábalo en las termas
varones de placer... Alzad el canto,
reíd, danzad en báquica alegría,
y haced brotar la sangre que embriaga el corazón.
La Muerte viene -todo será polvo:
bajo su imperio- polvo de Lucrecio,
polvo de Augusto, polvo de Nerón!

Mi vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy un perdido -soy un marihuano-
a beber -a danzar al son de mi canción...

Aldeanas del Cauca con olor de azucena;
montañesas de Antioquia, con dulzor de colmena;
infantinas de Lima, unciosas y augurales,
y princesas de México, que es como la alacena
familiar que resguarda los más dulces panales;
y mozuelos de Cuba, lánguidos, sensuales,
ardorosos, baldíos,
cual fantasmas que cruzan por unos sueños míos;
mozuelos de la grata Cuscatlán -¡oh ambrosía!-
y mozuelos de Honduras,
donde hay alondras ciegas por las selvas oscuras;
entrad en la danza, en el feliz torbellino:
reíd, jugad al son de mi canción:
la piña y la guanábana aroman el camino
y un vino de palmeras aduerme el corazón.

La Muerte viene, todo será polvo:
¡polvo de Hidalgo, polvo de Bolívar,
polvo en la urna, y rota ya la urna,
polvo en la ceguedad del aquilón!

Mi vaso lleno -el vino del Anáhuac-
mi esfuerzo vano -estéril mi pasión-
soy un perdido -soy un marihuano-
a beber -a danzar al son de mi canción...

La noche es bella en su embriaguez de mieles,
la tierra es grata en su cendal de brumas;
vivir es dulce, con dulzor de trinos;
canta el amor, espigan los donceles,
se puebla el mundo, se urden los destinos...
¡Que el jugo de las viñas me alivie el corazón!
A beber, a danzar en raudos torbellinos,
vano el esfuerzo, estéril la pasión...
A ti que me reprochas el arcano
sentido del amor que va en mi verso
fúlgido y hondo, lúgubre y arcano,
te hablo en la triste vanidad del verso:
tú en la muerte rendido, yo en la muerte,
ni un grito apenas del afán del mundo
podrá hallar eco en la oquedad vacía.
El polvo reina -EL POLVO, EL IRACUNDO!-
Alegría! Alegría! Alegría!
Es la tierra de Soria árida y fría.
Por las colinas y las sierras calvas,
verdes pradillos, cerros cenicientos,
la primavera pasa
dejando entre las hierbas olorosas
sus diminutas margaritas blancas.   La tierra no revive, el campo sueña.
Al empezar abril está nevada
la espalda del Moncayo;
el caminante lleva en su bufanda
envueltos cuello y boca, y los pastores
pasan cubiertos con sus luengas capas.  Las tierras labrantías,
como retazos de estameñas pardas,
el huertecillo, el abejar, los trozos
de verde obscuro en que el merino pasta,
entre plomizos peñascales, siembran
el sueño alegre de infantil Arcadia.En los chopos lejanos del camino,
parecen humear las yertas ramas
como un glauco vapor -las nuevas hojas-
y en las quiebras de valles y barrancas
blanquean los zarzales florecidos,
y brotan las violetas perfumadas.Es el campo undulado, y los caminos
ya ocultan los viajeros que cabalgan
en pardos borriquillos,
ya al fondo de la tarde arrebolada
elevan las plebeyas figurillas,
que el lienzo de oro del ocaso manchan.Mas si trepáis a un cerro y veis el campo
desde los picos donde habita el águila,
son tornasoles de carmín y acero,
llanos plomizos, lomas plateadas,
circuidos por montes de violeta,
con las cumbres de nieve sonrosado.¡Las figuras del campo sobre el cielo!Dos lentos bueyes aran
en un alcor, cuando el otoño empieza,
y entre las negras testas doblegadas
bajo el pesado yugo,
pende un cesto de juncos y retama,
que es la cuna de un niño;y tras la yunta marcha
un hombre que se inclina hacia la tierra,
y una mujer que en las abiertas zanjas
arroja la semilla.Bajo una nube de carmín y llama,
en el oro fluido y verdinoso
del poniente, las sombras se agigantan.La nieve. En el mesón al campo abierto
se ve el hogar donde la leña humea
y la olla al hervir borbollonea.El cierzo corre por el campo yerto,
alborotando en blancos torbellinos
la nieve silenciosa.La nieve sobre el campo y los caminos,
cayendo está como sobre una fosa.Un viejo acurrucado tiembla y tose
cerca del fuego; su mechón de lana
la vieja hila, y una niña cose
verde ribete a su estameña grana.Padres los viejos son de un arriero
que caminó sobre la blanca tierra,
y una noche perdió ruta y sendero,
y se enterró en las nieves de la sierra.En torno al fuego hay un lugar vacío
y en la frente del viejo, de hosco ceño,
como un tachón sombrío
-tal el golpe de un hacha sobre un leño-.
La vieja mira al campo, cual si oyera
pasos sobre la nieve. Nadie pasa.Desierta la vecina carretera,
desierto el campo en torno de la casa.La niña piensa que en los verdes prados
ha de correr con otras doncellitas
en los días azules y dorados,
cuando crecen las blancas margaritas.  ¡Soria fría, Soria pura,
cabeza de Extremadura,
con su castillo guerrero
arruinado, sobre el Duero;
con sus murallas roídas
y sus casas denegridas!   ¡Muerta ciudad de señores
soldados o cazadores;
de portales con escudos
de cien linajes hidalgos,
y de famélicos galgos,
de galgos flacos y agudos,
que pululan
por las sórdidas callejas,
y a la medianoche ululan,
cuando graznan las cornejas!   ¡Soria fría!  La campana
de la Audiencia da la una.
Soria, ciudad castellana
¡tan bella! bajo la luna.¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, obscuros encinares,
ariscos pedregales, calvas sierras,
caminos blancos y álamos del río,
tardes de Soria, mística y guerrera,
hoy siento por vosotros, en el fondo
del corazón, tristeza,
tristeza que es amor! ¡Campos de Soria
donde parece que las rocas sueñan,
conmigo vais! ¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas!...He vuelto a ver los álamos dorados,
álamos del camino en la ribera
del Duero, entre San Polo y San Saturio,
tras las murallas viejas
de Soria -barbacana
hacia Aragón, en castellana tierra-.Estos chopos del río, que acompañan
con el sonido de sus hojas secas
el son del agua, cuando el viento sopla,
tienen en sus cortezas
grabadas iniciales que son nombres
de enamorados, cifras que son fechas.¡Álamos del amor que ayer tuvisteis
de ruiseñores vuestras ramas llenas;
álamos que seréis mañana liras
del viento perfumado en primavera;
álamos del amor cerca del agua
que corre y pasa y sueña,
álamos de las márgenes del Duero,
conmigo vais, mi corazón os lleva!¡Oh, sí!  Conmigo vais, campos de Soria,
tardes tranquilas, montes de violeta,
alamedas del río, verde sueño
del suelo gris y de la parda tierra,
agria melancolía
de la ciudad decrépita.Me habéis llegado al alma,
¿o acaso estabais en el fondo de ella?¡Gentes del alto llano numantino
que a Dios guardáis como cristianas viejas,
que el sol de España os llene
de alegría, de luz y de riqueza!
Naciones de la tierra, patrias del mar, hermanos
del mundo y de la nada:
habitantes perdidos y lejanos
más que del corazón, de la mirada.

Aquí tengo una voz enardecida,
aquí tengo un vida combatida y airada,
aquí tengo un rumor, aquí tengo una vida.

Abierto estoy, mirad, como una herida.
Hundido estoy, mirad, estoy hundido
en medio de mi pueblo y de sus males.
Herido voy, herido y malherido,
sangrando por trincheras y hospitales.

Hombres, mundos, naciones,
atended, escuchad mi sangrante sonido,
recoged mis latidos de quebranto
en vuestros espaciosos corazones,
porque yo empuño el alma cuando canto.

Cantando me defiendo
y defiendo mi pueblo cuando en mi pueblo imprimen
su herradura de pólvora y estruendo
los bárbaros del crimen.

Esta es su obra, esta:
pasan, arrasan como torbellinos,
y son ante su cólera funesta
armas los horizontes y muerte los caminos.

El llanto que por valles y balcones se vierte,
en las piedras diluvia y en las piedras trabaja,
y no hay espacio para tanta muerte,
y no hay madera para tanta caja.

Caravanas de cuerpos abatidos.
Todo vendajes, penas y pañuelos:
todo camillas donde a los heridos
se les quiebran las fuerzas y los vuelos.

Sangre, sangre por árboles y suelos,
sangre por aguas, sangre por paredes.
y un temor de que España se desplome
del peso de la sangre que moja entre sus redes
hasta el pan que se come.

Recoged este viento,
naciones, hombres, mundos,
que parte de las bocas de conmovido aliento
y de los hospitales moribundos.

Aplicad las orejas
a mi clamor de pueblo atropellado,
al ¡ay! de tantas madres, a las quejas
de tanto ser luciente que el luto ha devorado.

Los pechos que empujaban y herían las montañas,
vedlos desfallecidos sin leche ni hermosura,
y ved las blancas novias y las negras pestañas
caídas y sumidas en una siesta oscura.

Aplicad la pasión de las entrañas
a este pueblo que muere con un gesto invencible
sembrado por los labios y la frente,
bajo los implacables aeroplanos
que arrebatan terrible,
terrible, ignominiosa, diariamente,
a las madres los hijos de las manos.

Ciudades de trabajo y de inocencia,
juventudes que brotan de la encina,
troncos de bronce, cuerpos de potencia
yacen precipitados en la ruina.

Un porvenir de polvo se avecina,
se avecina un suceso
en que no quedará ninguna cosa:
ni piedra sobre piedra ni hueso sobre hueso.

España no es España, que es una inmensa fosa,
que es un gran cementerio rojo y bombardeado:
los bárbaros la quieren de este modo.

Será la tierra un denso corazón desolado,
si vosotros, naciones, hombres, mundos,
con mi pueblo del todo
y vuestro pueblo encima del costado,
no quebráis los colmillos iracundos.
Pero no lo será: que un mar piafante,
triunfante siempre, siempre decidido,
hecho para la luz, para la hazaña,
agita su cabeza de rebelde diamante,
bate su pie calzado en el sonido
por todos los cadáveres de España.

Es una juventud: recoged este viento.
Su sangre es el cristal que no se empaña,
su sombrero el laurel y su pedernal su aliento.

Donde clava la fuerza de sus dientes
brota un volcán de diáfanas espadas,
y sus hombros batientes,
y sus talones guían llamaradas.

Está compuesta de hombres del trabajo:
de herreros rojos, de albos albañiles,
de yunteros con rostro de cosechas.
Oceánicamente transcurren por debajo
de un fragor de sirenas y herramientas fabriles
y de gigantes arcos alumbrados con flechas.

A pesar de la muerte, estos varones
con metal y relámpagos igual que los escudos,
hacen retroceder a los cañones
acobardados, temblorosos, mudos.

El polvo no los puede y hacen del polvo fuego,
savia, explosión, verdura repentina:
con su poder de abril apasionado
precipitan el alma del espliego,
el parto de la mina,
el fértil movimiento del arado.

Ellos harán de cada ruina un prado,
de cada pena un fruto de alegría,
de España un firmamento de hermosura.
Vedlos agigantar el mediodía
y hermosearlo todo con su joven bravura.

Se merecen la espuma de los truenos,
se merecen la vida y el olor del olivo,
los españoles amplios y serenos
que mueven la mirada como un pájaro altivo.

Naciones, hombres, mundos, esto escribo:
la juventud de España saldrá de las trincheras
de pie, invencible como la semilla,
pues tiene un alma llena de banderas
que jamás se somete ni arrodilla.

Allá van por los yermos de Castilla
los cuerpos que parecen potros batalladores,
toros de victorioso desenlace,
diciéndose en su sangre de generosas flores
que morir es la cosa más grande que se hace.

Quedarán en el tiempo vencedores,
siempre de sol y majestad cubiertos,
los guerreros de huesos tan gallardos
que si son muertos son gallardos muertos:
la juventud que a España salvará, aunque tuviera
que combatir con un fusil de nardos
y una espada de cera.
De la ciudad moruna
tras las murallas viejas,
yo contemplo la tarde silenciosa,
a solas con mi sombra y con mi pena.   El río va corriendo,
entre sombrías huertas
y grises olivares,
por los alegres campos de Baeza   Tienen las vides pámpanos dorados
sobre las rojas cepas.
Guadalquivir, como un alfanje roto
y disperso, reluce y espejea.   Lejos, los montes duermen
envueltos en la niebla,
niebla de otoño, maternal; descansan
las rudas moles de su ser de piedra
en esta tibia tarde de noviembre,
tarde piadosa, cárdena y violeta.   El viento ha sacudido
los mustios olmos de la carretera,
levantando en rosados torbellinos
el polvo de la tierra.
La luna está subiendo
amoratada, jadeante y llena.   Los caminitos blancos
se cruzan y se alejan,
buscando los dispersos caseríos
del valle y de la sierra.
Caminos de los campos...
¡Ay, ya, no puedo caminar con ella!
Vine aquí
como escribo estas líneas,
sin idea fija:
una mezquita azul y verde,
seis minaretes truncos,
dos o tres tumbas,
memorias de un poeta santo,
los nombres de Timur y su linaje.Encontré al viento de los cien días.
Todas las noches las cubrió de arena,
acosó mi frente, me quemó los párpados.
La madrugada:
                            dispersión de pájaros
y ese rumor de agua entre piedras
que son los pasos campesinos.
(Pero el agua sabía a polvo).
Murmullos en el llano,
apariciones
                      desapariciones,
ocres torbellinos
insubstanciales como mis pensamientos.
Vueltas y vueltas
en un cuarto de hotel o en las colinas:
la tierra un cementerio de camellos
y en mis cavilaciones siempre
los mismos rostros que se desmoronan.
¿El viento, el señor de las ruinas,
es mi único maestro?
Erosiones:
el menos crece más y más.En la tumba del santo,
hondo en el árbol seco,
clavé un clavo,
                            no,
como los otros, contra el mal de ojo:
contra mí mismo.
                                  (Algo dije:
palabras que se lleva el viento).Una tarde pactaron las alturas.
Sin cambiar de lugar
                                      caminaron los chopos.
Sol en los azulejos
                                  súbitas primaveras.
En el Jardín de las Señoras
subí a la cúpula turquesa.
Minaretes tatuados de signos:
la escritura cúfica, más allá de la letra,
se volvió transparente.
No tuve la visión sin imágenes,
no vi girar las formas hasta desvanecerse
en claridad inmóvil,
el ser ya sin substancia del sufí.
No bebí plenitud en el vacío
ni vi las treinta y dos señales
del Bodisatva cuerpo de diamante.
Vi un cielo azul y todos los azules,
del blanco al verde
todo el abanico de los álamos
y sobre el pino, más aire que pájaro,
el mirlo blanquinegro.
Vi al mundo reposar en sí mismo.
Vi las apariencias.
Y llame a esa media hora:
Perfección de lo Finito.
Cuando la tierra llena de párpados mojados
se haga ceniza y duro aire cernido,
y los terrones secos y las aguas,
los pozos, los metales,
por fin devuelvan sus gastados muertos,
quiero una oreja, un ojo,
un corazón herido dando tumbos,
un hueco de puñal hace ya tiempo hundido
en un cuerpo hace tiempo exterminado y solo,
quiero unas manos, una ciencia de uñas,
una boca de espanto y amapolas muriendo,
quiero ver levantarse del polvo inútil
un ronco árbol de venas sacudidas,
yo quiero de la tierra más amarga,
entre azufre y turquesa y olas rojas
y torbellinos de carbón callado,
quiero una carne despertar sus huesos
aullando llamas,
y un especial olfato correr en busca de algo,
y una vista cegada por la tierra
correr detrás de dos ojos oscuros,
y un oído, de pronto, como una ostra furiosa,
rabiosa, desmedida,
levantarse hacia el trueno,
y un tacto puro, entre sales perdido,
salir tocando pechos y azucenas, de pronto.

Oh día de los muertos! oh distancia hacia donde
la espiga muerta yace con su olor a relámpago,
oh galerías entregando un nido
y un pez y una mejilla y una espada,
todo molido entre las confusiones,
todo sin esperanzas decaído,
todo en la sima seca alimentado
entre los dientes de la tierra dura.

Y la pluma a su pájaro suave,
y la luna a su cinta, y el perfume a su forma,
y, entre las rosas, el desenterrado,
el hombre lleno de algas minerales,
y a sus dos agujeros sus ojos retornando.

Está desnudo,
sus ropas no se encuentran en el polvo,
y su armadura rota se ha deslizado al fondo del infierno,
y su barba ha crecido como el aire en otoño,
y hasta su corazón quiere morder manzanas.

Cuelgan de sus rodillas y sus hombros
adherencias de olvido, hebras del suelo,
zonas de vidrio roto y aluminio,
cáscaras de cadáveres amargos,
bolsillos de agua convertida en hierro:
y reuniones de terribles bocas
derramadas y azules,
y ramas de coral acongojado
hacen corona a su cabeza verde,
y tristes vegetales fallecidos
y maderas nocturnas le rodean,
y en él aún duermen palomas entreabiertas
con ojos de cemento subterráneo.

Conde dulce, en la niebla,
oh recién despertado de las minas,
oh recién seco del agua sin río,
oh recién sin arañas!

Crujen minutos en tus pies naciendo,
tu **** asesinado se incorpora,
y levantas la mano en donde vive
todavía el secreto de la espuma.
Mel Zalewsky Jun 6
Subí a tu cielo,  
engañado por palabras,  
por ráfagas de amor  
que solo fueron  
torbellinos disfrazados.  

Llegué tan alto  
que las nubes  
—blancas por arriba—  
ocultaban el gris plomizo  
de tu alma.  

Tú, estrella mentirosa,  
me hiciste creer  
que era el reino de los pájaros,  
que tus brazos  
eran ramas  
donde anidar.  

Pero tu amor  
estaba a años luz,  
y yo, simple mortal,  
¿cómo alcanzar  
un sol que solo quema?  
¿Cómo satisfacer  
a una diosa  
que solo sabía  
pedir sacrificios?  

El cielo que pintaste  
fue mi muro.  
Me estrellé contra tu azul,  
contra ese lienzo frío  
donde ni las auroras  
se atrevían a entrar.  

Y llegaron los truenos.  
Tus manos,  
hechas de tormenta,  
arrancaron mis alas  
pluma por pluma,  
mientras gritaba  
entre relámpagos  
de desesperación.  

Ni siquiera tus nubes  
—esos falsos besos—  
quisieron amortiguar  
mi caída.  

No digas que me amaste.  
No digas más mi nombre, que hasta mis alas me hicieron perder el suelo y hasta el mismo cielo.
fuiste tú
quien cortó los hilos  
que me sostenían.  


Caí.  
Sin red,  
sin colchón de estrellas,  
sin más compañía  
que los trozos de alas  
que aún sangran  
tu nombre.  

Ahora escribo.  
Mi cuerpo es el pergamino,  
mi sangre, la tinta.  
Los recuerdos,  
versos tallados  
con las plumas
que me arrancaste.

Mel Zalewsky.

— The End —