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I.
Para los que ahora son tierra,  
para los que un día  
abrieron los ojos bajo el mismo sol que nosotros,  
pero los cerraron  
bajo cielos de alambre de púas.  

Para los que en su último suspiro  
no vieron banderas,  
sino el reflejo de sus hijos  
riendo en el lago de la infancia,  
ese que nunca más se atreverá  
a congelarse en invierno.  

II.
Este poema es para los del Este y el Oeste,  
para los que empuñaron armas  
sin entender los mapas  
que otros trazaron con reglas de oro.  


III.
Para los que los árboles abrazaron  
como a hijos perdidos,  
para los que la nieve
convirtió en estatuas de recuerdo  
—soldados de escarcha  
que nunca desertaron—.  

Para los que ya no dependen  
del trigo o la miel,  
sí del plomo que silba,  
del acero que muerde,  
de la pólvora que florece  
en jardines de horror.  

IV.
Para los que cada noche  
le piden a la luna:  
"Cúbrenos con tu falda de plata,  
que el enemigo no vea  
nuestros fantasmas  
recogiendo los dientes  
que se les cayeron  
al gritar el nombre de sus hijos.

V.
Para los retoños  
que soñaron ser robles,  
pero fueron arrancados  
verdes aún,  
y arrojados al fuego  
como leña maldita.  

Para los padres  
que enterraron  
pedazos de su alma  
en uniformes  
demasiado grandes  
para cuerpos  
demasiado pequeños.  

VI.
Para los que respiran  
pólvora y nostalgia  
en trincheras  
que son tumbas  
con vista al cielo.  

Para los que fuman  
su último cigarrillo  
—ritual de humo y resignación—  
sabiendo que jamás verán  
a su hija bailar en su boda,  
a su hijo aprender  
a atarse los zapatos.  

VII.
Para los que buscan  
entre los escombros carnes amadas:  
una mano que aún sostenga  
la foto de una esposa,  
un corazón que siga latiendo  
aunque el uniforme  
esté pintado de rojo.  

VIII.
Para los que creyeron  
que su sangre regaría  
huertos de girasoles,  
no líneas imaginarias  
en la tierra de nadie.  

IX.
Pero no es para ustedes,  
señores de corbata y discursos,  
que beben champán  
mientras firman órdenes  
con plumas de oro.  

No es para los que duermen  
entre sábanas de seda  
y sueñan con medallas  
que nunca mancharán  
sus pechos impecables.  

Ustedes, que juegan ajedrez  
con nuestras vidas,  
que muelen soldados  
como si fueran granos de café  
para un simple desayuno.

X.
Esto es para los mutilados,  
los que perdieron  
no solo piernas o brazos,  
sí la capacidad  
de creer en el rojo de las amapolas  
sin ver la sangre.  


XI.
Para ellos,  
las semillas enterradas  
que algún día  
—cuando la guerra sea  
solo un verso maldito  
en los libros de historia—  
brotarán como flores  
a través de los cascos oxidados,  
como un último acto de amor  
de la tierra  
que nunca quiso beber de su sangre.  

Ucranianos y Rusos, Rusos y Ucranianos.

Mel Zalewsky.
"Este poema es un homenaje a todas las almas que han sido y son víctimas del conflicto, en cualquier lugar del mundo. Es un grito por el costo humano de la guerra, más allá de cualquier bandera o bando. Este poema es una reflexión poética sobre la devastadora realidad de la guerra y el inmenso sufrimiento que acarrea para quienes la viven en carne propia. Dedicado a la memoria de todas las vidas afectadas por el conflicto".
Subí a tu cielo,  
engañado por palabras,  
por ráfagas de amor  
que solo fueron  
torbellinos disfrazados.  

Llegué tan alto  
que las nubes  
—blancas por arriba—  
ocultaban el gris plomizo  
de tu alma.  

Tú, estrella mentirosa,  
me hiciste creer  
que era el reino de los pájaros,  
que tus brazos  
eran ramas  
donde anidar.  

Pero tu amor  
estaba a años luz,  
y yo, simple mortal,  
¿cómo alcanzar  
un sol que solo quema?  
¿Cómo satisfacer  
a una diosa  
que solo sabía  
pedir sacrificios?  

El cielo que pintaste  
fue mi muro.  
Me estrellé contra tu azul,  
contra ese lienzo frío  
donde ni las auroras  
se atrevían a entrar.  

Y llegaron los truenos.  
Tus manos,  
hechas de tormenta,  
arrancaron mis alas  
pluma por pluma,  
mientras gritaba  
entre relámpagos  
de desesperación.  

Ni siquiera tus nubes  
—esos falsos besos—  
quisieron amortiguar  
mi caída.  

No digas que me amaste.  
No digas más mi nombre, que hasta mis alas me hicieron perder el suelo y hasta el mismo cielo.
fuiste tú
quien cortó los hilos  
que me sostenían.  


Caí.  
Sin red,  
sin colchón de estrellas,  
sin más compañía  
que los trozos de alas  
que aún sangran  
tu nombre.  

Ahora escribo.  
Mi cuerpo es el pergamino,  
mi sangre, la tinta.  
Los recuerdos,  
versos tallados  
con las plumas
que me arrancaste.

Mel Zalewsky.
El sol se despidió  
con un beso dorado  
sobre la pradera temblorosa.  

La luna,  
soberana de la noche,  
cerró los cielos azules  
y convocó a las auroras  
para tejer su manto estrellado.  

Las nubes desfilaron,  
mujeres ancianas  
agitando sus vestidos de algodón,  
dejando caer perlas blancas  
sobre las pestañas del mundo.  

Los pinos se abrazaron,  
rezumando niebla  
como ofrenda  
para los montes sedientos.  

El pasto enmudeció,  
aprendió a soñar  
bajo el edredón de nieve,  
bajo las cuentas de cristal  
que las nubes olvidaron.  

El ciervo, sabio,  
vistió su capa de escarcha,  
abrigándose con los susurros  
que el viento le prestó.  

El oso,  
rey de los sueños invernales,  
se hundió en su cueva  
y soñó con el verano:  
con sus hijos no nacidos,  
con la miel que aún no gotea  
entre sus garras.  

Y en el centro del bosque, el Espíritu de las Nieves teje coronas de escarcha para quienes aprenden a escuchar el silencio.

El río,  
poeta líquido,  
guardó sus versos  
bajo una costra de hielo,  
atesorando su vigor  
para la primavera.  

Esta luna no es cruel.  
Es nodriza  
que arrulla  
a los que eligen acompañarla.  

Y aunque el sol  
sea solo un recuerdo lejano,  
el invierno no es villano:  
es el maestro silencioso  
que nos enseña  
a vivir con el frío  
como compañero,  
no como enemigo.  

Mel Zalewsky.
Somos cabañas  
que el bosque esconde  
tras cortinas de niebla  
y siglos de silencio.  

Cuando caminamos en sombras,  
nuestros pasos son versos,  
y cada estrofa  
una lámpara de aceite  
que nunca se apaga.  

No escuchamos las mentiras  
de las almas sin lucidez.  
Somos ecos  
de lo que el mundo  
quiso enterrar.  

Somos laberintos de tinta,  
canciones que solo resuenan  
en pechos vacíos,  
en habitaciones  
donde el polvo  
tiene más memoria  
que los vivos.  

Somos papel.  
Nuestro pasado,  
la pluma que escribe  
con tinta de cicatrices.  

Somos ojos para los ciegos,  
cuerpo para los fantasmas,  
refugio para los que olvidaron  
cómo sentir.  

Somos el frío  
que solo reconoce  
el pasto quemado,  
la escarcha última  
sobre las flores  
que no llegaron a marzo.  

Escogimos la soledad,  
no por miedo,  
sino porque la paz  
es un idioma  
que solo se habla  
a media voz.  

Somos luciérnagas,  
sí,  
pero pocos se atreven  
a encender su luz  
cuando la noche  
es más negra  
que la tinta  
de nuestros poemas.  

Vivimos donde el sol  
no llega.  
Donde su luz  
es solo un rumor,  
una promesa  
que nunca cumplió.  

Y sin embargo…  
aquí seguimos,  
iluminando la niebla  
con nuestras letras pálidas,  
alimentando a las sombras  
con carbón de poesía.

Mel Zalewsky.
Entre mis dedos reposaba
la manzana perfecta,
su piel carmesí pulida
por mil besos de sol.

A su alrededor,
las verdes hermanas
susurraban su envidia,
mendigando trozos
de su rojo vestido
para cubrir su inmadura desnudez.

Y ella, generosa hasta el delirio,
les regaló su piel,
su dulzura,
arrancó su última hoja
para enjugar lágrimas
que nunca fueron suyas.

Ahora la luz la quema,
su carne se oscurece
como noches sin luna,
como pensamientos
que se pudren en silencio.

Cayó.
No al suelo fértil,
sino sobre páginas blancas,
donde sus jugos
se transformaron en tinta.

En su agonía escribió,
cada letra
una porción de su ser,
cada palabra
un pedazo de piel
donándose al papel.

Las hojas secas,
como mortajas,
cubrieron sus ojos,
robándole el último azul
del cielo.

El tiempo, juez cruel,
la envejeció entre libros,
sin decirle que su dolor
era tierra fértil,
que su alma fragmentada
germinaría como semilla
para todos los sedientos
que buscan belleza
en el bosque de las palabras.
Mel Zalewsky.
Se moldeó a sí mismo,  
convirtiéndose en cuna  
para pétalos quemados,  
para flores que el fuego  
no pudo reducir a ceniza.  

No pregunta el precio de las rosas,  
ni exige colores brillantes.  
Abre sus brazos de cristal  
hasta a la planta más verde,  
a la que aún no aprende  
a florecer.  

Los espinos —afilados como mentiras—  
no logran rayar su superficie.  
Los envuelve en algodón,  
como si el amor  
pudiera domesticar  
hasta el filo de la herida.  

Su agua es rocío:  
lágrimas evaporadas  
de aquellas que nunca conocieron  
la lluvia.  

Y las rosas marchitas,  
ahora café como tierra vieja,  
gritan hacia sus letras grabadas,  
pidiendo que las palabras  
les devuelvan el rojo  
que perdieron.  

El girasol susurra  
las lecciones del otoño:  
"Incluso el sol se cansa  
de ser luz."

Pero el florero recuerda.  
Guarda el perfume  
de los besos que fueron savia,  
el eco de los tallos  
que alguna vez crecieron  
hacia algo más alto  
que el suelo.  

Él es el jardín  
de los corazones marchitos,  
el banco de madera noble  
para las flores  
que ya no levantan la cabeza.  

Y en sus versos tallados,  
la luz persiste —  
fotosíntesis de poesía—,  
alimentando lo que el mundo  
olvidó regar.

Ésto es para ustedes, para los de alma diferente.

Mel Zalewsky.
Tú, bella estrella,  
que iluminaste planetas  
hasta derretir sus polos,  
que quemaste con tu brillo  
a los que osaron orbitarte.  

Algo tan grande  
debía morir.  
Y cuando tu combustión se apagó,  
no fuiste vil:  
te expandiste  
como un último abrazo,  
tragándote los mundos  
que un día calentaste.  

Yo te juzgué.  
Te nombré "devoradora",  
"hueco sin alma".  
Hasta que entendí:  

No destruyes.  
Preservas.  
En tu oscuridad,  
guardas  
la luz que ya no puede escapar,  
los nombres de los soles  
que fuiste,  
los ecos de los planetas  
que amaste demasiado.  

Eres el archivo del universo:  
un agujero *****  
que recuerda todo,  
incluso cómo era  
arder.

Mel Zalewsky.
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