La amistad no se grita,
no se presume,
no se vende.
La amistad —la real—
se cuida como fuego
en manos que tiemblan,
se protege como un secreto
que nació para quedarse en dos almas
y morir con ellas si es necesario.
Porque hay palabras
que se dicen solo una vez,
miradas que suplican
que no lo cuentes,
confesiones que se entregan
como quien deja el corazón
en las manos del otro
y espera…
espera no ser traicionado.
La amistad es un pacto sin tinta,
una promesa entre ojos sinceros,
donde el silencio vale más que mil frases,
y lo que se calla
no es cobardía,
es respeto.
Ser amigo es saber cuándo hablar,
y cuándo sellar la boca
por amor.
Es ser leal no por obligación,
sino porque en el fondo sabés
que el otro también te guarda.
Y si contás lo que no debías,
matás algo sagrado.
Una confianza que no vuelve,
una pureza que se rompe
como cristal entre gritos ajenos.
Amistad no es saber todo,
es merecer lo que te dicen.
Y si no lo sabés guardar…
no sos amigo,
sos un peligro.
Recordarlo:
entre verdaderos amigos,
hay verdades que se entierran
juntas,
en el mismo silencio,
y no florecen para el mundo,
sino para el alma.